Cuando afirmamos que
nuestros gobiernos son democráticos, en realidad no estamos hablando en sentido
estricto.
El concepto democracia sustenta la idea de que el
poder está en el pueblo. Sin embargo, la misma sociedad hace inviable esa
posibilidad, soportando de forma pasiva los espectáculos carnavalescos de las campañas electorales y
participando, por inercia psicológica, en elecciones de representantes de los
intereses de poder de los diversos partidos, más que representantes de
intereses administrativos comunes a la población.
Una vez consumada la fiesta de la democracia, es decir las
elecciones, lo que en realidad se ha hecho es un barrido del escenario de poder “democrático”, en el
que cuatro pinceladas de color amañarán unos guiones primero para el autobombo
de los intérpretes “ganadores”, segundo para poner continuas zancadillas a los
intérpretes “perdedores” y tercero para echar de vez en cuando algunas migajas
de adormideras al pueblo.
No es que todos los
representantes del pueblo sean perversos en sí. Tampoco es que la democracia
sea una simple utopía. Lo perverso es el diseño que tenemos para gestionar la
democracia, que imposibilita la auténtica implantación de la misma, facilita la
utilización del poder para favorecer la ideología de los de turno, produciendo,
al mismo tiempo, inestabilidad social.
Una vez el pueblo,
convertido en comparsa, ha pasado por las urnas, es decir, cuando ha terminado
el primer acto, hay un arreglo de escenario para el segundo acto. Este consta
de diversos apartes en los que algunas
o muchas de las conversaciones son secretas, pues, en ellas se negocia parcelas
de poder a la luz de intereses personales y de partidos, a cambio de compra y
venta de votos para conseguir mayorías
para administrar al pueblo, pero sin el pueblo.
En ese contexto de poder
por el poder, en el que el pueblo ya no es protagonista, sino pedigüeño
molesto, no es extraño, sino todo lo contrario, que se genere corrupción.
Siendo la democracia la
forma idónea para velar por los intereses comunes a todo el pueblo, ha devenido inviable por las
alienantes campañas electorales y por la formación de gobiernos formados contra
natura democrática.
No es que todos los gobiernos
se formen con orientación malsana, la estructura de formación es malsana.
Tomar en serio el concepto
democracia, comporta proceder fielmente según su significado.
Las campañas electorales
deberían limitarse, exclusivamente, a facilitar el máximo de información
verídica del programa propuesto por cada partido.
La formación de los
gobiernos no debería contemplar la posibilidad del mercado de votos, porque los
votos en realidad ya los ha marcado el pueblo. Si el pueblo ha dividido sus
votos, nadie en auténtica democracia puede alterar esos votos. El gobierno
electo debería estar compuesto teniendo en cuenta porcentualmente la decisión
del pueblo.
De esta forma, con
información auténtica en las campañas y gobiernos de votos porcentuales, se
evitaría la corrupción y la democracia sería posible.
La democracia ya no sería
la máscara que preside el teatro de la manipulación sino el aire y la energía
que genera bienestar.