Una Compañía de volumen
significativo, inició su proyecto con una pequeña-mediana estructura,
responsables de alta catadura profesional en los departamentos y trabajo en
equipo dentro de los mismos. Ni para los de dentro ni para los de fuera, había dudas sobre quién era quién en el organigrama
Se palpaba buen ambiente y
se disfrutaba de resultados muy positivos.
La Empresa empezó a crecer
incorporando nuevos proyectos. Los responsables de los departamentos y sus
equipos transmitían profesionalidad y entusiasmo en sus quehaceres. Se
respiraba imagen corporativa y seguridad.
El acierto en la selección
de personal, permitió preparar
adecuadamente, con la promoción oportuna en su momento, alguna notoria
jubilación de exquisita profesionalidad y buena hombría.
Continuaron los resultados
positivos y la incorporación de nuevos proyectos.
La Empresa aumentó su
plantilla, los departamentos se subdividieron en más departamentos, los equipos
de trabajo empezaron a tener refuerzos de diferentes especializaciones y
categorías.
En esa nueva situación, cambió
el ambiente dentro de cada departamento y también entre departamentos. Desapareció
la amable consulta de consenso y comenzaron a surgir sentimientos de competencias,
de faltas de reconocimientos. Se mantenía la profesionalidad pero la ilusión se
iba transformando en desapego.
Ni dentro ni fuera existía
seguridad de quién era quién, en sus competencias.
La prosperidad económica
de la Empresa permitió que responsables de pro cursaran costosos masters en
altas escuelas de negocios. Algunos de esos responsables aprendieron a
elucubrar ingeniería financiera, con retorcidas condiciones de pago de plazos teóricos, que técnicamente se podían
convertir en el doble de tiempo o incluso más. Alguno de ellos perdió su
natural amabilidad de antes, aprendiendo también a saludar diciendo “hola ¿qué
puedo hacer por ti?” y con otras frases hechas y estudiadas para marcar
su alta categoría y superioridad.
Se externalizaron
departamentos propios, controlados desde el interior por nuevos empleados
con poca catadura profesional y mucha
mala idea para secundar las nuevas ingenierías financieras de pagos, despidos etcétera.
En esa nueva imagen
interna se distinguía algún oasis privilegiado que rememoraba el espíritu
primigenio de la Compañía.
Los cada vez más numerosos
proyectos tenían estructuras propias, que luego se
centralizaban y más tarde volvían a descentralizarse.
Nuevos responsables de los
muy diversos departamentos, más que integrados, resultaban adoctrinados en las políticas vigentes de la Empresa, es decir, en
la mentalización de la importancia económica de la misma y en conceptos de rentabilidad muchas veces
reñidos con la profesionalidad, como el
principio institucionalizado de que, por norma, los precios de compras tenían
que bajar cada año y la total prohibición de cuestionarlo con criterios profesionales o éticos.
Más y más proyectos, especialmente las nuevas políticas,
propiciaron un ERE, con
despido de personal muy competente, con alguna recuperación de forma externalizada y maniobras de
estudiada manipulación. Aparecieron cargos directivos de papel, instruidos
para representar competencias y actuar
al dictado sin ética.
Dentro y fuera ya no
contaba quién era quién, las personas ya no contaban.
En ese panorama decadente,
de claro futuro final, se justificarían
dos preguntas: una, por qué la trayectoria positiva de un proyecto empresarial
llega a decaer hasta tal extremo; y
otra, cómo es posible tal metamorfosis en profesionales de pro.
En la Empresa aludida se puede diferenciar el producto, la plantilla de profesionales y la rentabilidad.
Por un lado, los proyectos
se manifestaban acertados y se deshacían de los que parecían no serlo.
La plantilla había perdido
los valores de auto estima y de imagen interna, especialmente de la primera etapa
y lo que de ello aún quedaba en la
segunda etapa.
La rentabilidad había
dejado de considerar objetivos que no fueran la propia rentabilidad ciega y
transgresora, al margen de cualquier valor ético.
En ese contexto a nadie,
con alguna excepción, podría importarle la Empresa como tal y mientras a unos
lo que les motivaría sería seguir teniendo una nómina, otros aprovecharían su status de poder promocionando su propia
imagen de respetabilidad profesional
en el entramado empresarial.
Hace algunos años, se empezó a considerar la figura del filósofo
en las empresas. Pero para ello es preciso no transgredir la verdadera importancia de los pilares de las mismas:
producto, plantilla, rentabilidad. El primero y el tercero se miden por
parámetros técnicos y éticos, el segundo por la profesionalidad y la ética.
En el caso comentado, el trepidante crecimiento del producto no era
sinónimo de salud empresarial, la plantilla devino prácticamente impersonal y
carecía de valores profesionales y la rentabilidad sólo rendía tributo al dios
de la nada.